Hay miles, millones, billones de estrellas en el firmamento. De cuerpos estelares, asteroides y cometas. Planetas, y gigantes rojas. Muchas de las luces que nos llegan del espacio provienen de estrellas que ya no existen, que murieron hace muchísimo tiempo. Así como no nos llega la luz aún de las nuevas estrellas que acaban de nacer.
El universo es infinito, la realidad en sí misma. Silenciosa, completa. Con infinitos de posibles quizás que se dejan entrever en cada esquina de elección, en cada proceso químico, en cada división de átomo. Creando universos paralelos a los que se nos es imposible acceder.
Todo lleno de planetas que, como el nuestro, puede albergar vida. Con otra ciudad como ésta, con otros trabajos, o con otros niños jugando a los tazos a la hora del recreo. Que miran hacia arriba pensando lo mismo. Tan probable, que resulta casi imposible imaginar que no haya posibilidad de vida "ahí fuera".
Observar e imaginar la inmensidad del universo nos hace pensar muchas cosas: en lo pequeños que parecen los problemas en comparación, las enormes posibilidades que hay, y lo afortunada que es cada persona de poseer vida propia.
El ser humano es fantástico. Puede mirar algo, y sacarle todo el partido que quiera con su imaginación. No tiene fronteras, no se le puede encerrar en un mundo de cartón. Siempre querrá más, imaginará más, irá más allá de cuanto se imponga. Luchará por cada mínima esperanza que haya, hará de cada momento un descubrimiento asombroso. Su filosofía de vida no es solo vivir, sino arriesgarlo todo por la curiosidad que tanto le caracteriza, y hacer el día un poco más interesante y una oportunidad de aprender.
Tan seguro estoy de esto, como de que el hombre conquistará las estrellas y llegará al confín de todo lo que existe.
Sabiendo lo infinita que es la realidad, las posibilidades que tenemos, y lo pequeños que son los problemas ante todo eso, ¿por qué no habríamos de salir a la calle con ganas de comernos el mundo universo?
No somos pequeños, diminutas motas de polvo en la inmensidad.
Somos lo más grande, el mecanismo de las elecciones, los creadores de nuestra propia realidad.
Así deberían ser todos los viajes de fin de semana. Un
coche, música, buena compañía… y la carretera. Por nacionales y carreteras
secundarias, por supuesto. No hay prisa.
En este caso, más concretamente por carreteras del norte. En
los alrededores de Valladolid, en pueblos preciosos, y de los que alguno no me
está permitido nombrar a instancia de quien me lo mostró.
Empezamos en Valladolid, una pequeña ciudad que nada tiene
que envidiar a una gran metrópoli. Las calles anchas dejan entrever las más
suntuosas callejuelas, donde se esconden tiendas a las que parece que el tiempo
no afecta. El precio, en su mayoría, nos pone los pies en tierra ante la
maravilla de productos que te puedan mostrar, entre cachivaches, antiguallas y
demás artículos curiosos.
El frío calaría al más incauto, pero con un buen abrigo
resulta incluso rejuvenecedor. Ni el viento cambia el ánimo del transeúnte.
Antes del almuerzo, tomamos rumbo a Villagarcía, con la
promesa de un tentempié de lo más suculento. Siguiendo la ruta de la carretera
más cercana, el coche parece ser casi el único en el recorrido, algunos
rezagados del inexplicable éxodo de la vía interurbana secundaria son toda la
compañía que encontramos en el trayecto.
Se extiende a ambos flancos una inmensa y amarilla llanura
sólo interrumpida por algunos molinos, no demasiado lejos, que nos acompañan en
todo el recorrido. El cielo, antes nuboso, ha pasado a ser por arte del viento
una mezcla, casi equitativa y completamente heterogénea, de azul y gris. El sol
entra por los claros, y las sombras que dejan en la carretera venidera son un
claro reflejo de lo que arriba acontece.
Pero nuestra primera parada es en un pueblo aún más cercano.
Dejamos el coche en la plaza central, y nos abrimos camino a pié hasta el
mirador, desde donde confirmo, se puede ver una de los paisajes más bonitos que
pueda haber. Cambiando de color el suelo de la llanura en cada estación, se
presenta una inmensa llanura bañada por el sol, con diferentes tonalidades de
amarillo, y algunas partes verdes, con hierba fresca, que dibujan las siluetas
del viento. Está todo en reposo, como un enorme lienzo al que no le encuentras
el marco por más que miras.
Volvemos al camino, y la ruta de los Montes Torozos nos
llama. No son más que colinas, pequeños montes, donde se suele asentar un
pueblo. Se caracterizan porque su acabado natural los ha convertido,
repentinamente en la silueta, en mesetas. Bajando la colina, llegamos a
Villagarcía, al convento de los jesuitas, y la comida no nos decepciona en
absoluto, sino que supera nuestras expectativas. Aun siendo un reencuentro con
el ya conocido por mi infancia “comedor del colegio”. Tras la comida, los cafés
y los licores, procedemos a visitar el museo. En el mismo monasterio y en la
parte antigua se extienden jardines absolutamente fantásticos, y una colección
de reliquias de La Batalla de Trafalgar y demás enseres religiosos que no tiene
nada que envidiar a cualquier otro museo. Incluso la iglesia, aunque humilde,
nos deja boquiabiertos.
De nuevo, tras reposar la comida, nos dirigimos otra vez
hacia el coche. Esta vez para visitar Urueña. La llamada “Villa del libro” por
la cantidad de librerías que acogen sus calles. La muralla custodia la ciudad,
desde donde las vistas del atardecer en la inmensidad de la llanura castellana
resultan hipnóticas. Visitamos las librerías para irnos de vuelta antes de que
el sol se ponga. Se usan de estanterías los alféizares de las ventanas de las
calles, y las paredes acogen frases tan emblemáticas como ésta.
Suavemente abierto entre las manos
Un libro es un rincón escrito
Y en el ángulo que observamos
Está el Aleph, el punto
Donde convergen todos los puntos
El universo infinito
Y ya, para la vuelta a Valladolid, se despide el cielo con
la Luna llena al Este, cubierta por un manto oscuro, el cielo ennegrecido y la
bruma; y el Sol al Oeste, en oposición al lado contrario, tiñendo de naranjas
el cielo aún un poco azulado y
ocultándose. Dejando así, justo sobre nuestras cabezas, la línea divisoria de
la oscuridad y la luz, del día pasado y la noche que viene.
(Una de mis canciones favoritas para viajes en coche)